“¿Cuál era tu carta?” “El
siete de corazones.” Volteo la carta que tengo en mi mano y, efectivamente, el
siete de corazones se descubre.
Ya hemos pasado el ecuador
de la actuación y todo marcha a pedir de boca. Paso al siguiente truco, dándole
a elegir a este espectador (Carlos) una carta de la baraja. Gracias a las
técnicas mágicas que en su momento me enseñó Dumbledore, sé que cogerá el cinco
de tréboles, por lo que le digo que tras cogerla la ponga contra la mesa.
La técnica de Dumbledore
falla. Ha cogido otra carta, de la cual lo único que sé es que es la incorrecta
para realizar el juego. Con Voldemort estas cosas no pasaban.
Pero bueno, no pasa nada.
Uno está curtido en mil actuaciones y sabe cómo salir de cualquier situación (y
de dos o tres tipos de cadenas). Lo único que necesito es que vuelva a meter su
carta en la baraja para continuar el juego. Así se lo pido y él, muy
amablemente, se dirige a perder su carta entre las otras cincuenta y una.
“¡No lo hagas!” El grito
surge como si se tratara de un amante irrumpiendo en una boda para impedir que
su pareja se case con otro. Dado que aquí no veo curas ni prometidos, me
pregunto de dónde ha salido. Y allí, al fondo de la sala, con camisa de
cuadros, veo a un hombre repantingado en su silla con una copa en la mano y
cara de no ser la primera que toma esta noche.
En este caso, las tablas
adquiridas dictan que lo mejor es ignorar a ese hombre, por lo que indiqué con
gestos a mi estimado espectador Carlos (el cual sí se había ganado mi estima) que
procediera a perder su carta por la baraja como le había indicado.
“¡Que no, que no! ¡Que la
adivine!” El hombre repantingado ataca de nuevo. En su cara veo el odio, quiere
verme fallar. A este hombre le ha quitado la pareja un mago más de una vez. Y
por cómo me mira, el mago se fue también con su coche, y a su casa.
Carlos me mira, dudando.
Han venido todos de una fiesta de trabajo y tendrá que soportar durante las
siguientes semanas que su amigo le culpe de haber ayudado al mago, cuando él ya
me tenía contra las cuerdas.
Se pueden hacer cosas sin
que Carlos me entregue su carta. Puedo hacer que la espectadora que me acompaña
al otro lado coja otra y luego adivinar una con la otra, o hacer que ambas
cambien de lugar… una parte entera de mi show se basa en la improvisación, para
que la carta cumpla los deseos del espectador, entre risas y sorpresas.
Sin embargo, en este caso,
sería ceder al más puro chantaje y soy de la opinión de que, si queremos buenos
espectadores, tenemos que educarlos.
“Lo siento, tu amigo está
atado por un viejo conjuro, llamado educación” contesto al hombre repantingado,
mientras Carlos pierde su carta en la baraja.
“Sin embargo, si lo que
queréis es ver su carta, no tengo problema” añado mientras hago que una carta
salga volando de entre las demás hasta llegar a mi mano.
Carlos nombra su carta y,
una vez más, esta coincide con la que sujeto. Aplausos generales y miradas
felices en la audiencia. Quitando la que me lanza el hombre repantingado,
claro.
Veinte minutos más tarde,
el show ya ha acabado. Después de hablar un rato con Carlos acerca de magia,
teatro y sus beneficios para aprender a desenvolverse socialmente, me preparo
para irme, mientras el dueño de la sala se dirige hacia mí.
“Bueno Guille, una
actuación muy chula, lo poco que he podido ver la verdad es que ha estado muy
bien. Ya te escribo para la próxima.” Le agradezco los comentarios, liquidamos
nuestros negocios y marcho hacia la puerta.
“Por cierto” añade antes de
que me marche. “Hoy estaba mi hijo, no sé si le has visto. Camisa de cuadros, estaba
con una copa, sentado por el fondo…”
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