Ahí estoy yo,
de vuelta en mi viejo instituto.
Cuatro años
después de marchar a la universidad, un miembro de la dirección con el que aún
mantengo el contacto me ha llamado para que fuera a actuar por motivo de unas
jornadas deportivas. Qué mejor momento para empezar a rodar mi número de
malabares que ante una serie de niños y adolescentes ansiosos por ver un espectáculo
diferente.
Mi instituto
tiene un salón de actos que sería la envidia de todas las salas de microteatro
de Madrid, si estas supieran de su existencia. Trescientas butacas, paneles que
permiten pasar de un lado a otro del
escenario sin ser visto por el público… Como os digo, un teatro fantástico que,
al parecer, no puede usarse este día. Tendré que actuar en el patio.
Cualquier otro
tal vez se habría amilanado ante el hecho de tener que actuar en el espacio que
actualmente ocupaban cientos de niños, golpeando furiosamente sus balones en lo
que, tal vez alguien que nunca hubiera visto un partido de este deporte, podría
llegar a llamar “jugar al fútbol”. Sin embargo, yo sé que esta actuación estaba
organizada desde la dirección del centro y que estos tendrán habilitado un
espacio para mí.
Vaya, no lo tienen.
De hecho, parece que varios de los profesores a los que pregunto ni siquiera saben
que se va a realizar un espectáculo. Seguramente tampoco sepan siquiera lo que
son los malabares, pero no quiero seguir ahondando en la herida y así que marcho
a buscar un sitio.
Vale, ya tengo
mi sitio. Sí, es una esquina. Y sí, seguramente me sería más cómodo actuar si
no hubiese una serie de niños corriendo y dando balonazos a mi alrededor. Pero
no pasa nada, conecto mi altavoz y todo el mundo comienza a ponerse ordenadamente enfrente mío para disfrutar del espectáculo.
Un servidor luciendo equilibrios en su esquina
O tal vez no.
Resulta, (¿quién lo hubiera pensado?) que el altavoz que tan bien suena en los salones
y salas pequeñas en los que ya he actuado varias veces, pierde bastante
efectividad si lo sitúas en un patio abierto de colegio, rodeado de cientos de
niños gritones. Yo lo oigo, y creo que ese niño que me mira con los ojos
inyectados en sangre y se prepara para golpear su balón también, pero parece
que somos los únicos.
Llega un momento
en el que todo artista experimentado sabe que tiene que pasar al plan B. En mi
caso, este consiste en que el amigo que he llevado para grabar la actuación,
comience a grabar. Posteriormente esto se montará en un vídeo recopilatorio en
la que se verá como una actuación de éxito más, junto con el resto. Nadie jamás
sabrá la historia real.
Resulta que el
público de hoy sólo responde a estímulos visuales. Tras ignorar la música y mis
reiteradas señales de que allí va a comenzar un espectáculo, basta con tirar
las mazas al aire para que comiencen a venir y colocarse alrededor, atraídos
por “los bolos esos”. Un par de minutos después ya he conseguido reunir un
grupo considerable y mi esquina del patio pasa a parecer el Retiro en domingo.
Finalmente
hago mi actuación completa. De hecho, tengo que repetir la rutina de mazas
porque algunos de los que se han incorporado en último momento sienten una gran
curiosidad por saber qué hago con ellas.
Éxito de
crítica y público. Al menos hasta que alguien escriba una crítica.
Cuando estoy recogiendo todo mi material se me acerca Arturo, un mago un
par de años más joven que también asistía a este instituto. Va vestido para
actuar.
“Oye Guille, que llevo toda la mañana montando el show en el salón de actos. Lleva la gente esperando en la puerta un buen rato. ¿Te animas a hacer algún número allí? ¡Hazte algo con los bolos esos, hombre, a ver que puedes hacer con ellos!”
Actuación final en el salón de actos. Sí, al final fui.